Si has estudiado en el Instituto de tu barrio probablemente te llevases una decepción al ver que no había taquillas individuales, proms, ni fiestas espectaculares en casas con piscina. Todo lo que habíamos visto en películas y series sobre el Instituto resultó ser mentira, y probablemente habrías preferido estudiar en uno de esos campus de las series americanas donde la gente, no sé, ¿hacía de todo menos ir a clase?, en lugar de hacerlo en el IES que quedaba a media hora de tu casa.
Uno de los objetos de estudio más interesantes de los teenpics es la forma en que los tópicos sobre los estudiantes establecen una jerarquía de clases que presagia el funcionamiento de la sociedad adulta. En estas películas y series, la «chica invisible» acaba saliendo con el quarterback o con el capitán del equipo de lacrosse – como en A todos los chicos de los que me enamoré (2018) – o el «friki» termina enamorando a la Reina del Baile de Primavera – Seth Cohen y Summer Roberts en The O.C. (2003 – 2007), Stiles Stilinski y Lydia Martin en Teen Wolf (2011 – 2017) –, venciendo la supuesta distancia que les separa en la escala social.
El cine para adolescentes o teenpic surge como género a final de la década de 1950, precedido por películas que generalmente reflejaban un malestar social encarnado en la figura del joven desarraigado (Rebelde sin causa, de Nicholas Ray, 1955). La evolución de estas películas da lugar a un tipo de producciones que hibridan con otros géneros cinematográficos – los fundacionales de la industria de Hollywood – obteniendo así la comedia adolescente, el terror adolescente (slasher) o el musical de adolescentes, entre otros.
En estas películas se dan, como en todas las películas de género, una serie de convenciones estructurales, como la división entre el universo adulto y el adolescente, la narración de ritos de paso o el uso de los estereotipos. La división en estereotipos, al reducir a los estudiantes a meros calificativos y modos predeterminados de conducta, permite un cómodo dominio de las reglas del juego: el deportista musculoso, la reina del instituto, el friki, la chica guapa pero nada popular, el rebelde incomprendido…; todos ellos actúan de forma predecible, reconocemos su lenguaje, sus maneras e incluso sabemos a qué grupo social pertenece cada uno sólo con ver cómo visten y su caracterización.
Estas categorías que reconocemos rápidamente en una película o serie de instituto han desarrollado un discurso que responde a la ideología dominante, la ideología que fomenta Hollywood como industria: las clases sociales que se establecen en el instituto son determinantes para el desarrollo de la identidad. La lucha por la popularidad entre los adolescentes es una metáfora de la lucha de clases que se produce durante la vida adulta, que representa el «mundo real» al que temen enfrentarse.
Al hablar de «ideología dominante» hablo del neoliberalismo americano. El discurso que reproducen estas películas perpetúa la idea de que es fácil ascender en la escala social cuando se es especial – si no, te aguantas con lo que te haya tocado – y, por eso, aunque seas el último mono y comas solo en el baño de la cafetería – la imagen que corresponde a los parias cuando vemos una peli o una serie de Instituto – nunca sabes cuando el rey o reina del pasillo va a enamorarse de ti.
